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Reflexiones sobre Israel – Junio de 2025

Shimon Shor
Escrito por Shimon Shor
05 de julio 2025
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La pregunta más urgente para Israel hoy no es sólo de seguridad, economía o fronteras. Es de liderazgo. ¿La clase política que conduce el país está a la altura de los desafíos históricos que enfrentamos? ¿O vivimos bajo el mando de una generación inmadura, más preocupada por cálculos políticos que por el destino colectivo?

La comparación con la generación fundadora es inevitable y, a veces, dolorosa. Ben Gurion, Golda Meir, Begin, Rabin: líderes llenos de contradicciones, pero con visión y coraje. Eran personas moldeadas por la necesidad, no por la ambición. Llevaban la marca de la Shoá, la aliá y la construcción de un Estado bajo amenaza. Lideraban con gravedad, no con vanidad.

Hoy, muchos de nuestros líderes son herederos de un sistema político profesionalizado pero que perdió parte del sentido de misión. Son figuras entrenadas para las redes sociales y las negociaciones de coalición, pero a veces incapaces de inspirar confianza. Saben jugar el juego, pero ¿saben soñar un país?

Israel vive múltiples frentes de crisis: guerra en el sur y en el norte, amenaza directa de Irán, ataques a infraestructuras. Internamente, el intento de reforma judicial abrió una fractura profunda. Los fondos destinados a partidos religiosos, los proyectos para intervenir en los medios de comunicación, la inseguridad en las localidades árabes y el costo de la vida crearon un terreno inestable. La economía se debilitó, el sistema educativo es desigual y el contrato social parece roto en muchos sectores.

Ante esto, es legítimo preguntar si esta generación política es madura y estable para liderar Israel. Muchos parlamentarios son casi desconocidos, sin trayectoria ideológica ni compromiso social. ¿Quiénes son esos 120 miembros de la Knéset? ¿Qué Israel imaginan? ¿Tenemos líderes o sólo ocupantes de cargos?

La madurez de la sociedad israelí, en cambio, es visible en gestos que trascienden las diferencias políticas. Miles de reservistas se presentaron voluntariamente. Organizaciones civiles ayudaron a desplazados y traumatizados. Pequeñas empresas se unieron para donar equipos al frente.

Al mismo tiempo, crece la exigencia de transparencia, ética y responsabilidad. La gente perdió ilusiones, pero no la capacidad de cuidarse mutuamente. Eso también es madurar: entender que Israel pertenece a todos y que ninguna crisis cancela la empatía ni el compromiso colectivo.

La relación entre las diversas comunidades que componen Israel —judíos seculares, religiosos, ultraortodoxos, árabes, drusos, beduinos, etíopes, rusos y muchas otras— pasó por transformaciones profundas. Cada una lleva expectativas y dolores propios: las familias de soldados caídos, las familias de víctimas de atentados, y hoy también las familias de secuestrados que viven un duelo suspendido y la angustia de no saber el destino de sus seres queridos.

Estas diferencias, que siempre existieron, se intensificaron con los conflictos recientes y la percepción de que parte del liderazgo político, religioso y económico actúa más defendiendo sus propios sectores que construyendo un proyecto nacional inclusivo. La distancia entre centro y periferia, entre quienes sirven en unidades de combate y quienes se eximen, entre quienes sostienen al Estado con impuestos y quienes dependen de subsidios permanentes, creció hasta poner en riesgo el tejido común que mantiene a Israel como Estado y como sociedad.

A la vez, la guerra y la tragedia revelaron una solidaridad inesperada: reservistas drusos y beduinos se presentaron junto a veteranos asquenazíes y mizrajíes. Empresarios ayudaron a familias árabes desplazadas. Comunidades religiosas abrieron sinagogas y casas para acoger evacuados.

La relación entre estas comunidades y el liderazgo nunca fue tan delicada. Por un lado, la desconfianza hacia políticos que instrumentalizan identidades y conflictos. Por otro, el reconocimiento de que ningún sector aislado puede sostener a Israel solo.

Lo que cambió es que ya nadie cree que la simple retórica de “unidad” resuelva las divisiones. La cohesión social requiere honestidad y coraje, reconociendo que existen diferencias culturales, religiosas y económicas, y que la verdadera fuerza de Israel sólo se preservará si la responsabilidad colectiva prevalece sobre la rivalidad sectorial.

Desde el 7 de octubre, la relación entre las distintas comunidades dentro de Israel también cambió de manera marcada. La tragedia creó una ola inicial de solidaridad sin precedentes. Comunidades ultraortodoxas, seculares, drusas, beduinas y árabes participaron en donaciones, rescates y asistencia a evacuados. Familias que antes vivían en burbujas políticas y culturales se encontraron unidas por el miedo y el dolor.

Al mismo tiempo, ese período expuso tensiones antiguas: preguntas sobre quién carga con el servicio militar, quién sostiene la economía, quién disfruta de privilegios sin asumir responsabilidades equivalentes. La percepción de que algunos sectores permanecen al margen del esfuerzo colectivo aumentó el sentimiento de desconfianza y frustración.

Muchos israelíes empezaron a exigir mayor compromiso cívico de los sectores ultraortodoxos y más integración de los ciudadanos árabes al proyecto nacional, mientras que liderazgos comunitarios reclaman respeto por la diversidad y espacio real de participación. Este nuevo contexto refuerza la conciencia de que Israel no puede ignorar sus divisiones internas y que el futuro común depende de renovar el pacto social con honestidad.

La idealización de la fuerza comenzó temprano. En los jardines de infancia, los niños dibujaban tanques, aviones y paracaidistas con orgullo inocente. Ser soldado era la culminación del sentido de pertenencia. No se pensaba en el miedo a morir. Morir por la patria era parte del imaginario heroico.

Hoy, los cementerios militares guardan miles de soldados y soldadas que un día fueron esos niños que soñaron con ser paracaidistas o tripulantes de tanques. Algo ha cambiado en el Israel de hoy, especialmente después del 7 de octubre y de la guerra de los Doce Días con Irán. Quizás cambiaron las certezas, quizás la inocencia. El precio de la historia permanece, pero la forma de mirarlo ya no es la misma.

Los líderes de hoy ya no son la generación de la Shoá. Son, en su mayoría, israelíes nacidos aquí, tzabarim, que crecieron en un Estado consolidado, con un ejército fuerte, una economía moderna y una identidad nacional confiada. Muchos provienen de unidades de élite y de universidades, mientras que otros llegaron directamente desde las ieshivot sin haber hecho servicio militar, y entraron a la política con una cosmovisión marcadamente religiosa.

Para esta generación, el sionismo ya no es sólo la respuesta existencial al exterminio, sino también un proyecto pragmático de seguridad, prosperidad y, en algunos casos, de renovación religiosa. El compromiso que antes se vivía como un lazo visceral con toda la diáspora judía, se transformó en parte en un compromiso prioritario con el pueblo israelí. Sin embargo, incluso en esta nueva etapa, existe un vínculo vitalicio e indisoluble con las comunidades judías del mundo, un sentido de destino compartido que se expresa en apoyo político, cultural y humanitario.

Esta transformación tiene consecuencias profundas: la identidad israelí se fortaleció, pero la conciencia del destino colectivo se volvió más institucional que emocional. Muchos se preguntan si, al normalizar al Estado, no estamos olvidando por qué se creó y cuál es nuestro lugar en la historia judía.

Esta reflexión está profundamente ligada al sionismo moderno. El sionismo nació como proyecto de autodeterminación y defensa, con la convicción de que sólo la fuerza aseguraría la dignidad del pueblo judío. Ese orgullo militar no era un fetiche, sino una respuesta histórica.

Hoy, tras tantas guerras y pérdidas, la sociedad ha madurado pero también está más cansada y crítica. El sionismo moderno enseñó a luchar, pero el Israel contemporáneo se pregunta si la lucha debe seguir siendo el centro de todo. Es un debate sobre cómo equilibrar defensa y vida cotidiana.

Educar el sionismo y el israelismo es uno de los mayores desafíos. No se trata de repetir consignas ni glorificar victorias. Es enseñar pertenencia con conciencia crítica, amor al país sin fanatismo y memoria sin victimismo.

Debemos contar a las nuevas generaciones que el sionismo nació como respuesta a siglos de negación de derechos, pero que hoy debe incluir empatía, justicia social y dignidad cotidiana. Mostrar que Israel no es sólo el ejército que nos defiende, sino también la cultura, la ciencia y la capacidad de cuidarnos en tiempos de duelo y miedo.

El 7 de octubre mostró que Israel sigue siendo vulnerable. La guerra con Irán exhibió su impresionante capacidad ofensiva. Pero también dejó al descubierto los límites morales y psicológicos de una cultura de heroísmo permanente: familias destrozadas, reservistas exhaustos, miedo constante.

Muchos se preguntan: ¿Cuál es el costo real? ¿Cómo enseñar a nuestros hijos a amar Israel sin vivir sólo para la guerra? ¿Es posible ser israelí sin tener la guerra como horizonte inevitable?

Estas preguntas no significan que el sionismo moderno haya terminado, sino que debe evolucionar y también incluir reconstrucción civil, cohesión social y dignidad cotidiana. Esa es la tensión del Israel contemporáneo: cómo ser fuerte sin perder el alma, cómo seguir firme sin sacrificar toda la inocencia.

Con todo respeto, no quiero sólo criticar. A pesar de sus limitaciones, la dirigencia israelí enfrenta decisiones duras y una sociedad exhausta. Aun así, conduce al país con un objetivo claro: garantizar el derecho de Israel a existir en seguridad. Combatir amenazas existenciales y reconstruir la base económica y social es una tarea inmensa, y hay quienes la asumen con seriedad.

Sigo creyendo que llegó la hora de preparar la renovación. Nuestra responsabilidad, como veteranos, es formar a la próxima generación —hijos y nietos que trabajan en empresas, universidades, el ejército, la educación. Una generación con fuerza, formación y ética para liderar con empatía y visión.

Ellos deben ser llamados, motivados y convencidos de servir. No por ambición, sino por misión. Israel no puede permitirse líderes que sólo ocupan cargos. Necesita personas que comprendan que liderar aquí es un compromiso sagrado.

El pueblo ha madurado. El dolor del 7 de octubre, los ataques de Irán y el duelo nacional nos hicieron más lúcidos y exigentes. La pregunta que queda es: ¿Nuestra dirigencia maduró con nosotros?

No hay respuestas fáciles. Pero hay una certeza: el pueblo de Israel merece ser liderado no por quienes saben hablar, sino por quienes saben servir.

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