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Te comprendo, y es normal...

Raul Tischler
Escrito por Raul Tischler
7 de junio 2025
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Realmente estoy muy emocionado. Estoy por cumplir 25 años de Aliá; he vivido en Israel casi la mitad de mi vida, y está bien, ¡todo está bien! Veinticinco años parecen mucho y poco a la vez; es increíble haber pasado media vida aquí, con el corazón entre dos mundos totalmente diferentes.

Llegué en pleno verano, con más expectativas que certezas, un poco de pesimismo, es cierto, sintiendo que: "bueno, ¡ya estoy en la aventura!" Ese pesimismo se reflejaba en preguntas como: "¿de verdad me darán dinero en el aeropuerto? ¿habrá un señor llamado Nahum esperándome? ¿realmente aprenderé el idioma?" Y esos "realmente" se multiplicaban hasta que bajé del avión.

Allí estaba Nahum, quien me acompañó a recibir la canasta de absorción. Viajé al Merkaz Klitá Yeelim, me hospedé los seis meses estipulados y aprendí hebreo en el ulpan. Al final, esos "realmente" de interrogación se convirtieron en afirmaciones, porque así fue todo. ¿Hubo obstáculos en el camino? Claro, ¿por qué no habría de haberlos? Lo importante es superarlos.

Los primeros días uno se siente como un turista: ¡en Marte y sobre una montaña rusa! Choques culturales catastróficos. Todo es nuevo, ajeno, extraño; el aterrizaje del avión no es suficiente, uno debe aterrizar completamente: con el cuerpo, por supuesto, pero también con el alma.

Luego vienen los trámites, sin entender una palabra, firmando papeles que no sabes si te llevarán a un "Expreso de Medianoche" o si estás firmando un pacto con el diablo (nota del autor: el pacto con el diablo se firma mucho antes de pensar en hacer Aliá...). Pero firmas, sin leer (¿para qué leer? ¿cómo leer? ¿qué leer?) y firmas, y firmas un poco más, por si acaso te deportan por no haberlo hecho.

Después de esa vorágine, llega un breve descanso que a veces se convierte en un momento depresivo. No sabes hablar, leer ni escribir. En aquella época, la tecnología actual era inexistente. Escuchas un poco de radio que no entendes. Ya conoces el barrio, la ciudad, pero te perdes en laberintos de callejuelas buscando un indicio que te regrese a tu ciudad natal, sin encontrarlo, por supuesto. También saludas a personas que no conoces, y no sabes si realmente te saludan.

Tras una espera corta y larga para comenzar el ulpan, llega ese gran día. Recuerdo que no dormí nada, como cuando empecé primer grado; todo emperifollado, con un cuaderno, un lápiz y un diccionario hebreo que me habían regalado en el banco (¡eran otros tiempos! Los bancos todavía regalaban algo). Estaba bien peinado (todavía había lo que peinar) y, en fin, una ricura (al menos eso diría mi mamá).

En el aula éramos 38 alumnos: todos rusos y yo. Hasta el día de hoy no sé si la morá sabía hebreo, pero estoy seguro de que sabía ruso, y quizás japonés, árabe e inglés. Lo que no sabía era castellano, ni una palabra, ni un "te amo" (como me dijo un taxista, pensando que era una buena frase para decirle a un barbudo como yo). No sabía decir ni siquiera: nada.

No solo dominaba varios idiomas, ¡tenía unas ganas de enseñar! Iba a un ritmo increíble. Cuando yo lograba terminar de copiar una oración de tres palabras en hebreo, ella ya había cubierto dos temas nuevos. ¿Cómo describirlo? Desilusión total, pena, dolor de estómago. Pero yo no era el problema; el problema era ella. Tenía ganas de enseñar, pero con eso no basta. Pedí cambiar de morá, y la cruel realidad llegó: ninguna morá se iba a poner a mi altura. Era al revés; era yo quien debía dejar de ser el analfabeto. Las morot saben hebreo; el que no lo sabe es el alumno, y es él quien debe dejar de lado los prejuicios y las quejas, tomar el asunto en serio y comenzar a estudiar.

Cuando logré ese cambio mental, empecé a aprender hebreo. Aprendí tanto que comencé a enseñar, a traducir y, como quien dice, a soñar en hebreo. ¡Se puede! Todo depende de uno mismo, y se logra cuando tiene claros tus objetivos y prioridades, y muchas ganas de llevarlas a cabo.

Así pasaron los años. Comencé a trabajar, a prosperar, a adaptarme, y formé una familia; en fin, las cosas normales que todo ser humano desea. No digo que sea fácil; al contrario, es muy difícil. Pero se puede, siempre se puede, y solo depende de una persona: ¡tú!

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