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¿Dónde está Eliahu este año?

Aryeh Kalderon
Escrito por Aryeh Kalderon
13 de abril 2025
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Hay cosas que no tienen sentido. Gente buena que sufre, decisiones que no se entienden, silencios que duelen.

He escuchado muchas veces que para entender el presente debemos conocer nuestro pasado, y reflexionando sobre esto, pensé en la historia de Dugo. Tal vez no es muy conocida… o tal vez sí, pero para mí, es parte de nuestra historia. Una que no se lee con los ojos, sino con la piel.

Apenas unas semanas después de Pesaj de 1944, David —conocido por todos como Dugo— era solo un niño de 14 años cuando su niñez fue abruptamente interrumpida. Él y su familia fueron deportados a un gueto en Nyíregyháza. Aquella primavera, mientras el pueblo judío en todo el mundo celebraba la salida de Egipto, la libertad ancestral, Dugo y sus seres queridos veían cómo esa libertad —esa misma que leían en la Hagadá— les era arrancada de un solo tajo. Como un déjà vu bíblico, pero sin milagros. Solo miedo, frío y silencio.

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Recreación simbólica de la separación de Dugo en Auschwitz

Dugo llegó a Auschwitz con otros 30 chicos de su Talmud Torá. Al bajar del tren fue separado de su madre y sus hermanas, a quienes nunca volvió a ver. Las enviaron directamente a las cámaras de gas, junto con los niños pequeños y otros “no aptos” para trabajar. Dugo, en un acto instintivo, se mantuvo junto a su padre Meir y su hermano mayor Shmuel, haciéndose pasar por más grande de lo que era. Le temblaban las piernas, pero no el alma.

Entonces apareció él: Josef Mengele. El mismo. El encargado de decidir, con un dedo, quién vivía y quién moría. Notó que varios chicos —entre ellos Dugo— intentaban mezclarse entre los adultos. Trató de apartarlos, incluso arrancó de sus brazos los números recién tatuados, como quien deshace una identidad a la fuerza. Pero Dugo se escabulló. Literalmente. Un paso atrás, un giro de mirada, y volvió a colarse en la fila de los esclavos laborales.

Y gracias a esa astucia, a esa suerte, a ese instante maldito y bendito al mismo tiempo, los tres varones Leitner superaron la primera selección de Auschwitz.

Este año, Pesaj se siente distinto

Esta no es un artículo sobre el Holocausto. O al menos, no pretende serlo. Esto es Pesaj. La fiesta de la libertad.

La mesa está servida. Hay matzá, hay vino. Tal vez incluso hay risas. Pero algo se siente distinto. Hay un silencio que no es parte del ritual. Un nudo que no está en el texto de la Hagadá. Este año celebramos la libertad, pero parece que no todos la tienen.

Hay mesas con copas llenas, pero con miradas vacías. Seders donde el vino se sirve, pero las palabras no fluyen. No porque no sepamos qué decir, sino porque hay algo que no se puede decir. Un malestar sordo. Una especie de grieta invisible, que no está solo en las noticias ni en las redes. Está en los abrazos que se dan por compromiso. En los que ya no se saludan. En los que, aún queriéndose, dejaron de entenderse.

Y después están ellos. Los que no están.

Este año hay platos que no se van a tocar. Hay copas que van a quedarse llenas toda la noche. Hay sillas vacías que nadie se anima a correr, como si todavía pudieran volver a ocuparlas. Hay padres que no van a preguntar “¿cómo fue el año?”, porque la pregunta más importante sigue sin respuesta. No podemos hablar de libertad si hay hermanos bajo tierra o detrás de rejas que no vemos.

Hay quienes volvieron, sí. Pero volvieron rotos. Con palabras nuevas que no aprendieron en casa. Con una mirada que ya no es de acá. Pesaj nos dice que hay que recordar que fuimos esclavos. Este año lo sentimos distinto: hay esclavos ahora, mientras cantamos la historia. Y hay algo en esa contradicción que nos incomoda, que nos sacude.

¿Cómo se canta “Dayenu” si falta un hijo?

Y más allá, cuando levantamos la mirada, tampoco el mundo parece el mismo. El aliado de ayer habla de paz con nuestros enemigos. El que nos llamaba “hermanos” ahora estrecha manos con quienes financian nuestro dolor.

Erdogan el adversario disfrazado, Irán el eterno susurro en la espalda. La política se volvió una danza confusa, donde no sabemos si estamos invitados o si somos el centro de la coreografía... para que todos nos miren caer.

Nos vendieron que hay aliados. Pero a veces los gestos valen más que los pactos. ¿Quién está con nosotros de verdad?

En esta mesa de Pesaj, hay otra pregunta nueva: ¿y si estamos solos?

Tal vez la respuesta está en lo que hacemos cuando nadie aparece. En seguir contando la historia. En seguir abriendo la puerta para Eliahu, aunque nadie entre.

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Y ahora, volvamos a Dugo.

El niño que caminó en la nieve soñando con bilkelaj. Que vio morir a su familia. Que se escabulló de la muerte una y otra vez. Que sobrevivió a Auschwitz, a la Marcha de la Muerte, al olvido. Que llegó a Israel solo, flaco, pero vivo.

Y un día —nadie sabe si por azar o por destino— vio un puesto de falafel en Jerusalén. Y se detuvo. Y se quedó mirando. Y sintió que esos círculos dorados que chispeaban en aceite eran los mismos que su madre le prometía en Hungría: "Allí, en la Tierra de Israel, los bilkelaj crecen en los árboles".

Dugo tomó un pan de pita, lo llenó de falafel, y lo mordió como quien muerde el final de una pesadilla. Cada bocado fue un grito, una lágrima, una risa, un reencuentro con su madre, con su historia, con su pueblo.

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Imagen recreada de Dugo, sobreviviente de la Shoá

Desde entonces, cada 18 de enero —el día que comenzó la Marcha de la Muerte— Dugo come falafel. Solo. Sin discursos. Sin cámaras. Porque para él, ese plato no es comida: es memoria. Es victoria. Es libertad.

Y hoy, su historia no termina en él. Se multiplicó. Se volvió tradición. Se volvió Operación Dugo. Miles de personas en Israel y el mundo se suman a su rito silencioso, comiendo falafel y diciendo sin decir: no pudieron con nosotros.

Tal vez la libertad no siempre llega envuelta en grandes gestos. A veces viene escondida en un pan redondo, en una historia que se cuenta bajito, en el simple acto de seguir viviendo.

Tal vez la libertad no es estar completos. Tal vez es seguir cantando incluso si nos falta el tono. Tal vez es, simplemente, no dejar de abrir la puerta.

No tenemos todas las respuestas.

Pero tenemos memoria. Tenemos una mesa. Tenemos vino. Tenemos palabras que seguimos repitiendo, incluso cuando no sabemos cómo pronunciarlas sin que se nos quiebre la voz.

Hay quienes no están, sí. Pero también hay quienes seguimos acá. Y en eso hay una forma de victoria.

Pesaj no es una fiesta fácil. No lo fue nunca. Pero en su incomodidad está su poder. Nos obliga a recordar, a mirar lo que no queremos ver, a abrir la puerta incluso cuando el corazón quiere cerrarse.

Este año, esa puerta se abre con más peso. Con más silencio. Con más razones para quedarnos quietos.

Pero no lo hacemos. Porque si Dugo pudo morder el falafel como quien muerde el final del exilio, nosotros también podemos elegir.

Elegir la vida. Elegir la memoria. Elegir la libertad, aunque venga rota.

Y mientras haya alguien que aún abra la puerta para Eliahu —aunque nadie entre—, el pueblo de Israel sigue en pie.

Jag Pesaj Sameaj. Am Israel Jai.

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